sábado, diciembre 31, 2005

TODA MI FAMILIA FILOSOFA (1)




Bruno Marcos

Toda mi familia filosofa. Dicho así suena hasta bonito, pero la gente normal, la que sólo narra o exclama debe vivir mucho más relajadamente.
Mi familia está todo el santo día filosofando. Esto es, ellos nunca te cuentan una cosa en sí, de forma descriptiva o enfática, sino que interpretan, especulan o analizan. Es imposible enterarte de algo a través de ellos objetivamente, sin ser filtrado por su filosofar. He de admitir que mi papel en ello –como es lógico- es de compinche o protagonista a veces y, a veces, de comparsa.
Piensan más de la cuenta. Y, además lo hacen desde el primero al último. El otro día, la hija de mi hermano que tiene 15 años, durante una cena en mi casa, nos desveló sus teorías. Resulta que, después de un viaje a Egipto que hizo este verano, elaboró la idea de que toda la pobreza que observó era mentira y que, cuando ellos se fueron, desplegarían un telón gigante y aparecerían los rascacielos, los centros comerciales, los coches último modelo y los ordenadores. Le sonsaqué y resulta que tiene unas cuantas teorías más, casi todas enfocadas a cuestionar el principio de realidad. Muy alucinado comenté que con un poquito de eso que ella ha pensado la gente hace, por ahí, novelas o películas –Mátrix o el Show de Truman-.
Su enfoque es inédito para mí. ¿Las nuevas mentes pueden llegar a pensar que la pobreza es imposible? Sin duda mi sobrina va mucho más allá en su postmodernidad que el Show de Truman o cualquier ensayo sobre el tema. Para ella -al elaborar esa alegoría- no es que la riqueza esté mal repartida sino que la pobreza en el mundo es una mentira, una patraña repartida por el planeta como la escenificación de una pobreza referencial que nos ancla en la bondad de nuestras verdades presentes y sistémicas.
Vivir con este nivel discursivo no es nada fácil.


Postdata: “Ningún artista tolera lo real”. Nietzsche.

jueves, diciembre 29, 2005

MI VANGUARDIA
















Bruno Marcos

Lo de Segovia fue ya demasiado. Nos citaron a todos en la estación de autobuses. Al entrar veo a una chica vestida con colores chillones, oronda y ajustada, con los ojos pintados de morado y la pintura corrida de sendos manotazos intencionados, estilo la Divine de Waters con caniche y todo, aquella de las películas underground que se comía la caca de su perro y que sirvieron de inspiración a Almodóvar. Un poco más allá uno con un abrigo de borreguillo blanco, largo hasta los pies.
Hago acto de presencia y una pareja de heavys flacos, de negro, con larga y ondulada melena negra, chico y chica -acaso novios- me preguntan si yo soy yo. Les respondo que sí. Quieren saber si me valen esos que andan por ahí como actores. Obviamente -según pintaba la cosa- digo que sí. Me acercan a uno con la cabeza afeitada para que le explique lo que tiene que hacer. Le informo de que tienen que andar por la calle como gente normal y, de pronto, hacer algún gesto insignificante como levantar un brazo o dar un pequeño salto, cosas que en la calle no se pueden hacer sin una justificación y que te hacen pasar de golpe al lado de lo no normal, de la locura... Me mira, encoge el lado izquierdo de la cara y se aleja cojeando sinuosamente. A los cinco metros se da la vuelta y me pregunta si vale así. Naturalmente le contesto que sí. Acto seguido empieza todo. Salimos a la calle y un señor de barba larga se coloca en el paso de peatones y lo cruza de 25 formas posibles: a la pata coja, pisando las rayas, sin pisarlas, como superman, haciendo muecas, etc.
Luego llega lo mío. Los heavys incitan a unos cuantos a actuar, me recriminan que no actúe en mi propio performance. Sale la Divine por el paseo más céntrico de Segovia con el caniche y abriendo los brazos como si, en un momento dado, sobre el viento que le azota la cara, fuera a volar. Tres o cuatro hacen lo acordado sin mucho lucimiento. Nadie entiende mi idea y, de pronto, salva el bochorno un espontáneo que sale dando volteretas circenses como un acróbata alternando manos y pies.
Frente a un edificio emblemático los heavys y algunos amigos suyos se meten los pies en bolsas negras de basura y caminan ajetreadamente pegados a la fachada. Vamos al acueducto. Las primeras discusiones han aflorado. Gritos anónimos entre la comitiva de artistas vanguardistas se cagan en todo. El mismo viejito del paso de peatones se calza dos guantes de cirujano, apoya la cabeza sobre el acueducto y se concentra durante unos minutos. Luego se da la vuelta y, enfadado, rasga los guantes, los tira al suelo y los pisotea al tiempo que se lamenta de no haber conseguido tirar el monumento con su fuerza mental. En eso llega otro que trae, a duras penas, un bloque de piedra y lo deja junto a los del acueducto, se sube en él y coloca una figurita de un soldado romano de belén en una grieta. Por entonces la lluvia arrecia con una crudeza inexplicable. Nos retiramos hacia la plaza mayor. Unos cuantos aparecen por el kiosko musical envueltos en sábanas y con caretas blancas. Una señora se acerca a ellos y empieza a insultarlos, les acusa de cobardes por no querer dar la cara -aún no sé si formaba parte del hecho-. Todo se disuelve -para la primera jornada- en una discoteca aledaña de los años ochenta con la ducha excremental de dos chicas en un balde de plástico y un derramamiento ingente de canicas por el suelo. En el hotel que me han reservado sale una voz de un portero automático que me asigna una habitación que se abre sola. Pienso en que allí se hospedarán mis compañeros artistas y me aseguro de que la puerta esté bien cerrada.
Al día siguiente, por la mañana, Moncho Alpuente debate, en la discoteca aún sin limpiar, con algunos de ellos. Uno de los heavys se acerca a mí y me pregunta: "Bruno, ¿de verdad eres profesor?" Sabe dios lo que hablamos porque la conversación termina con el siguiente piropo: "Bruno, es que no todos los profesores son como tú..."
Las actuaciones se dan por la tarde en un edificio histórico con fines museísticos. Toda la comitiva de artistas vanguardistas sentada y algunos desfilan delante. Intento llegar más tarde. Alguien que sale me comenta: "...es que eso es muy fácil, ponerse en pelotas y dejarse rociar de sangre..." Me voy poniendo en lo peor. Miro al pasillo y los heavys ensayan lo suyo con un cinexin infantil contra una pared. Entro en la sala y un chico con el pelo revuelto, desnudo de cintura para arriba, sostiene un gancho de carnicero. Tiene los ojos pintados y por pantalón lleva puesto un pijama viejo que se le va bajando paulaitinamente. Cuenta algo de una tía que pintaba cuadros de salón y saca dos o tres, empieza a destrozarlos con el gancho y se respira tal violencia que, luego, cuando pide dinero por los trozos entre el público, todo el mundo paga. Después me toca a mí, y lo mío consiste en unas proyecciones de frases -nada del otro mundo- y van y -creo que por la tensión- al ver algo normalito me dan una ovación. Viene mi hermano a rescatarme y nos adentramos por la ciudad antigua, en eso me para una chica y me felicita. Mi hermano, aunque escandalizado, me envidia el éxito.
A la mañana siguiente, al despedirme, los heavys se desahogan conmigo: "Esta gente... si en su tierra son majos, ¿por qué se han portado aquí así? Han boicoteado todo menos lo suyo y, ayer, se pegaron Cucu Pérez y Javi. Mira es que Javi es muy sensible y Cucu va insultando a las viejas y a los curas por la calle, y, anoche, insultó a un viejito y el viejito se puso muy mal, muy nervioso, y entonces Javi, que es muy sensible, cogió un extintor y le dio a Cucu con él en la cabeza..."

lunes, diciembre 26, 2005

NOCHE DE PAZ NEGRA















Bruno Marcos

Una nube más negra que mi alma -la del cuervo- ha invadido el cielo de nuestra pobre ciudad. ¿Qué aspecto tendremos desde él? Navidades negras, chamuscadas y chuscas.
Con lo más inesperado emerge la verdad, la de que, en realidad, somos algo literario, un cuento, un chiste. Un chiste contó el desaprensivo que acumuló las toneladas de neumáticos con el embuste de cultivar en su interior hortalizas abrigadas.
No es justa tanta literatura. Tampoco es justo que a un hombre no le respeten en Nochebuena. Abro un periódico local y unos tipos duros defienden que es mejor exponer en un bar que en el OVNI. Sin rubor alguno uno de los tipos duros califica al objeto volante no identificado que aterrizó en nuestro suelo llegado desde el futuro del siglo XXI como un oxímoron, y no se toma la molestia de explicar lo que el oxímoron es. ¡Qué falta de didactismo! No contento con eso va y dice, el osado, que es más artístico todo lo que pase fuera del OVNI que lo que hay dentro de él, y va y se refiere a mí sin venir a cuento -no sé si a favor o en contra- y dice: "Una vez, en la estrella de la muerte, colocaron una instalación artística que todo el mundo tomó por unas simples vallas de obra". ¡Qué descaro! Esto me recuerda a lo que pasó este verano cuando me llamó A. para decirme que, en el periódico, Ortigas, en su columna semanal, me colocaba entre las filas de una extravagante recua de detractores del OVNI, entre los cuales estaba, por ejemplo, Inmodesto Flamas, con el que no puedo coincidir en nada, ya que fue el que intentó ridiculizarme paseándose con un paraguas abierto por una sala de exposiciones después de mi actuación, como diciendo que si lo mío era arte, su paseo también. No entiendo nada.
Luego, consigo aparcar y, al salir con los paquetes de los regalos, unas voces rotundas y bruscas me increpan saliendo de una cabeza protuberante de un coche. Son bromas de Andancio, escultor aborigen tan concienzudo deformador de anatomías humanas cuanto polemista en torno a su propia figura a fin de lograr un compromiso claro de las instituciones para que los picapiedras locales sean mantenidos de forma vitalicia.
Por si fuera poco me siento en el sofá en casa de mis padres, remuevo un montón de revistas y sale un libro nuevo que ha escrito el suegro de mi hermano. Miro las solapas y en una sale un heavy de larga, ondulada y negra melena, que ha hecho las ilustraciones al texto. ¡Dios mío! Es aquel muchacho que me invitó a la convención más disparatada y esperpéntica que imaginar se pueda en Segovia, en la que, por ejemplo, uno se concentraba para intentar tirar el Acueducto mientras otro colocaba soldaditos romanos de Belén en las grietas del mismo monumento... todo eso antes de que acabaran pegándose entre ellos... ¡Qué horror! Un chiste.

Ya pasada la medianoche enciendo el móvil y un mensaje de A. me felicita la Navidad con un lacónico abrazo. Argumenta al respecto que, haber pedido por escrito a la Iglesia un certificado de apóstata, no le permite decir más en una noche tan señalada.

viernes, diciembre 23, 2005

FIESTA DE NAVIDAD



Bruno Marcos

Por unas horas, fuera del régimen carcelario, parecen personas. Unos los ves más mayores, otros más altos. Sin duda la educación así, en masa, hace masa a la gente. ¿Cómo podríamos llegar a tener una relación con cada uno de ellos? Solamente conociéndonos podría darse una educación un poco racional. Para lograrla hay que llegar a la persona que hay en cada alumno y que él llegue a la que hay en ti. Ellos -mucho más sabios de lo que creemos- quieren recortar la distancia que los docentes intentamos imponer, la distancia con la masa, la distancia para gestionar a la masa. Ellos quieren saber de ti y quieren que les escuches, porque intuyen que la educación y el aprendizaje son algo natural.
Ninguna de las leyes educativas ha querido oír la voz de los profesores que dice la única verdad –la más cara-, la de que bajando el número de alumnos por clase todo lo demás vendría por añadidura.
Empiezan a desfilar por un escenario un poco estrafalario y, entonces, aparece la espontaneidad como una erupción natural. Ca y Aurora boreal no se pueden contener y se suben a su asiento y, en medio del público, bailan con tanto o más ritmo que los que lo hacen en el escenario. Pero la armonía colectiva no podía durar, después de una actuación teatral, Ca es insultada al bajar a las butacas. El enfrentamiento hace un efecto de marea entre el público. Silencio sepulcral. Ca amenaza a la otra de muerte y sale corriendo y el aforo al completo –ejemplarmente coordinada la masa- abandona la sala para ver la pelea. Esta, como toda buena juerga, debe tener su pelea a los postres. Se tratará de una incontinencia psíquica.
Mi madre siempre ha sido Krausista sin saberlo, pero en su afán por que ascendiésemos en la sociedad mediante la educación no sabía donde nos metía. Salir indemne de aquí todos los días es una proeza. Seguramente ella sólo quiere imaginar que vivimos en la nube ideal de sus años escolares.

jueves, diciembre 22, 2005

LOS VIEJOS
















Bruno Marcos

Hay algo que no reconoceremos jamás, que, en el fondo, tan sólo buscamos ser felices. Dice Cioran que la mayor ambición del verdadero sabio es desaparecer sin dejar huellas. Magnífico, al respecto, un compañero que se jubiló el año pasado: “no quiero fiestas, ningún homenaje, como si no hubiera estado aquí nunca...” 67 años... no sé cuantísimos en la docencia... y quería que todos esos años no hubieran existido... ¿Acaso sublimaba ese periplo en la trascendencia de las generaciones a las que hubiere formado? Creo que no, creo que se trataba de un impulso puramente nihilista.
Lo que se cuestionan muchos es qué es lo que realmente nos puede hacer felices. Las propuestas son múltiples, desde el consumismo compulsivo a la desvitalización del budismo. En eso pasamos casi todo el tiempo del debate, en dilucidar cuáles de los paraísos inventados son los artificiales y cuáles los auténticos. Todos, en definitiva, deben ser valiosos, o mejor dicho válidos, en tanto que cumplen su fin, crear una sensación de felicidad que espante la muerte. A un nivel muy pedestre cualquiera maneja estos artilugios para alcanzar, desde toda posición, su poquito de felicidad.
Papuchi ha muerto. Papuchi era otra autosugestión de felicidad. La gente decía que era un viejo entrañable porque estaba alegre y vivía como un adolescente creyéndose la vida como si fuera un fan de ella; es decir, porque era un viejo que no parecía serlo.
Los viejos han desaparecido de la esfera de lo visible y sólo este la penetraba, precisamente, por eso, porque era un viejo que daba la razón a los jóvenes, a los desmadrados irracionales que les da igual estrellarse con tal de no sospechar que pudiera haber, por ahí, alguna verdad.
Dicen que el padre de Franco era como Papuchi, que a los muchísimos años los abandonó y se fue a vivir con una gitanilla que había conocido en alguna farra. Es de creer que este trauma fuera el que pagó España durante cuarenta años. De ahí la mucha risa de aquellas cartas que aparecieron en las que el Caudillo se declaraba diciendo: “...la quiero a usted bastante, es decir mucho...”
Yo añoro los viejos de antes. Esas mujerucas de negro, de menos de metro y medio, encorvadas, con verrugas, con pañuelo y bastón. Se veía en ellas el tiempo majestuoso actuando sobre los cuerpos. Ya no quedan, la gente se muere de vieja sin envejecer –Dorian Gray a la enésima potencia-.
Mi abuela, que renqueando sobrevivía hacia la longevidad, le preguntó a mi madre –entendida en religión- si sería pecado querer morirse. No es desdeñable esa idea tan natural de que a uno le apetezca morirse, que ya no tenga ganas de nada. También solía quedarse mirándome sin reconocerme y se reía manteniendo una bocanada de aire bajo el paladar; entonces alguien nos decía a los dos, atontados, quién era yo. En un encuentro de esos, ya al final, me dijo: “Ten cuidado porque en el mundo hay gente muy mala...” Estas dos frases son su legado filosófico al que todavía estoy dándole vueltas.
Toda la telebasura y toda España no se dan cuenta de que Papuchi les caía bien porque no era un imbécil disfrazado de joven sino porque era un filósofo al revés, un filósofo que había optado por no pensar lo que no se puede pensar y fingirse feliz viviendo lo que se puede vivir.

LA NOVELA ES BIPOLAR






Bruno Marcos

La novela es bipolar. O es un sustituto de la vida o una curación de ella. En ambos casos se posiciona en contra de lo que se presenta tal y como es, es decir, en contra de lo real. Quizá lo más exacto sea decir que va contra la cotidianeidad.
Yo no tenía un sentido muy narrativo de las cosas pero sí de la existencia. Albergaba una idea fuerte de mi biografía como una sucesión de episodios que podrían ser incardinados en una lógica de planteamiento, nudo y desenlace. Sin embargo, a medida que me he ido desprendiendo de esa discursividad autobiográfica he encontrado el gusto de la narración como digresión, como pérdida de la ilación y como pérdida de tiempo. Y es un placer.
Hay dos tipos de lectores: el que se forma en la infancia y busca sustitutos o avances de la vida y el que se forma en la adolescencia y pretende curarse de la vida implantando orden donde encuentra caos. Yo fui del segundo grupo, quizá porque mi infancia fue totalmente de calle y tenía suficiente vida, o lo que es lo mismo, porque mis correrías de barrio no precisaban el sustituto de una Isla del tesoro o una Moby Dick.
No obstante, supongo que la adolescencia trae un frenazo en la intensidad de la experiencia y, quizás, ese orden -buscado sobre todo en la poesía- suplante, también, como la literatura de sustitución, a la vivacidad perdida.
La novela que pretendo escribir próximamente me ha curado por anticipado de varios miedos. Es como si me hubiese colocado una pieza que -aunque no lo notaba- me faltaba.
¿Hasta qué punto ha de ser la novela autobiográfica para curar de verdad? Evidentemente ha de serlo en grado sumo. Sólo que la historia de mi novela es una autobiografía al revés, es decir, dando la vuelta a todas las cosas. Por lo tanto los desenlaces sucesivos son los contrarios a los que, en mi vida real, se dieran. Algo así como una biografía en negativo, pulsada a lo fatal. El final es el mismo, las dos formas de curarse son posibles pero escojo la más beneficiosa para lo real y la más dramática para la novela.
Un escritor se sumerge en el abismo paranoide de la idea de su propio fracaso, hasta el punto de perder la propia perspectiva de sí mismo. Un poco antes alguien como el de R. se le aparece y opta por creer que no es real, que es un ser sobrenatural que viene a apaciguar su abatimiento como la encarnación del lector ideal, un ángel, un extraterrestre, o alguien del futuro. De esta forma elude lo verdadero de su éxito relativo porque, dentro de su automegalomanía, no puede aceptar lo normal. Precisamente en eso radica -para él- el sentido de su vocación. ¿Acaso todo no venga a ser un confundir realidad y ficción? Sublimar esa confusión es, con toda seguridad, la literatura para él. Toda la novela sería el periplo para convertir esa certeza en nada y, por lo tanto, en la forma de dejar de ser escritor, es decir, llegar a ser un hombre normal para poder vivir la vida normal. Escritura y paternidad. El latigazo vital será aun mucho mayor cuando se vea incapaz de decidir donde antes decidía, en cierto modo, dando la razón –como en todas las paranoias- a su paranoia.

lunes, diciembre 19, 2005

EL LECTOR ABSOLUTO








Bruno Marcos

De pronto el blog se me ha ido de las manos, o, según se mire, ha llegado adonde debía. El de R. me lo dijo a salto de mata: “...eso es lo que quieres: hacerte un mundo paralelo”.
Al principio deseas que te lean pero, luego, vas descubriendo la felicidad de plegarte en ti mismo, confiado en que vayan desistiendo de seguirte los pocos que lo hacían, para ser más libre, para volver a proyectarte en el lector del futuro, ese ser extraño en el que jamás reparas y que es como una abstracción sublimada de tu narcisismo. Es decir, sólo crees que, un día, alguien aparecerá, después de ti, quizás un hijo, un nieto o un bisnieto, o un extraño que encontrará unos legajos y los leerá, y el enterarse de lo que has escrito le cambiará la vida. Pero lo meditas y no encuentras otra forma de visualizarlo que pensar que, para que eso pasase, ese alguien tendría que ser uno como tú, exacto a ti.
De hecho el de R. apareció ante mí como un ángel, jamás me había cruzado con nadie que, sin conocerme, hubiera leído mis libros. Me lo demostró. De mi nombre no se acordaba pero estaba seguro de que me había leído. Sacó un cuaderno de su mochila y allí estaban: Libro de las enumeraciones, Lo más profundo es la piel y sus notas... Al otro lado de las palabras que yo hacía perdidas en un limbo difuso salió él comentando que mis letras reposan en los anaqueles de algunos pueblecitos.
Pero lo cierto es que la palabras escritas no duran mucho más que las habladas. Hace unas semanas dejé, en casa de mis padres, sobre una cama, una caja de cartón con escritos y papeles para llevármelos. La olvidé. A los pocos días pregunté a mi padre y me dijo que creyó que lo seleccionado en la caja era lo que había que tirar y que, por eso, lo había dejado en la basura. Le comenté que era al revés pero no le reproché nada. A la semana siguiente observé la estantería de mi antigua habitación y la encontré significativamente más despejada. Me dirigí a él y le hablé de ello: “He seleccionado –me contestó- lo que no servía para nada y lo he tirado”. Me quedé estupefacto. Aquel magro revuelto de letras había sido para mí una selva impenetrable. En él había apuntes del colegio, del instituto, de la universidad, fotocopias, cartas, poemas de mil tipos, relatos, bocetos, mil y una cosas ingobernables para mí que las conocía, de las que yo era autor y que mi padre, en menos de una tarde, supo eliminar. “Lo que no servía para nada...” lo dijo con una serenidad que me hizo sospechar una estrategia o una consciente culpabilidad. Desarmado le musité: “¿ ...y qué sirve para algo?”.
En una ocasión cuando vivía con ellos, sentado en el sofá, comencé a oír un ruido repetitivo en la calle, un golpe constante y monótono de igual intensidad. Al fin me asomé al balcón. Era el vecino de arriba. Con una caja de cartón apoyada sobre un coche iba arrojando en el contenedor de la basura grupos de libros, dos o tres con cada mano. El libro era el mismo. Con indiferencia y desapego los dejaba caer sobre la basura. El autor de aquellos libros era él mismo. Un ensayo sobre Sartre autoeditado cuyo excedente, seguramente, habría causado el homicidio de los libros. No dejaba para mí de tener mérito que un africano como él hubiera escrito una obra sobre el existencialista más famoso, aunque, al final, no hubiera encontrado editor más que él mismo. No sería tan humillante el suceso si los libros se hubieran deshecho en el estercolero y no hubieran sido, para más mala suerte, como fueron, rescatados por un programa de reciclaje y exhibidos en un puesto de un paseo concurrido donde el tendero anunciaba la oferta de interviús pasados con el regalo de dos libros de esos del sastre ese...

sábado, diciembre 17, 2005

AÑOS EN BLANCO



Bruno Marcos

A propósito de el calvo, cuánta razón le he dado últimamente. Nosotros le seguíamos sin cuestionarnos nada, de fiesta en fiesta, aprovechando la energía que derrochaba por doquier. También nosotros hacíamos el mundo propicio para que así fuera, para que su enorme potencial se desarrollara.
Él ya barruntaba que, después, todo sería una mierda, que vivíamos un tiempo venturoso en medio de ningún sitio, unos años en blanco, donde nuestra propio anonimato nos confería una libertad inigualable.
Cuántas veces, en medio de esta vida gris que se nos impone, me he acordado de él como de un bastión de la vida contra todo. Todo con él era irrisible, ridículo, servil, menos el valor absoluto de la risa y el sexo. Nosotros sabíamos que al final de eso habría que fundar algo, algo directamente relacionado con la supervivencia. En ese punto es en el que él, rebelde mucho más que nosotros, empezó a perder pie. Entró por el escollo del futuro en el túnel de sí mismo, la violencia era parte de esa resistencia, las peleas, las broncas... Se hartó de decirnos en París que todo era humo, que todo el mundo que se había dedicado a la cultura acababa renegando de ella. Recuerdo su última y casi única creencia en la creación cuando escribió un guión para una película cuyo germen era el cuadro de Alenza en el que se parodia la idea del suicidio sublimado romántico. Creo que, en el fondo, era una especie de soñador de la realidad, un vitalista puro que de tanto pedirle a la vida vida la vuelve un sueño.
De pronto se encontró en medio de ninguna parte solo, acabada una desdibujada peripecia esperpéntica de prórroga de juventud, abocado a una vida como la de los demás. Yo me curé escribiendo hasta amansarme y él huyó, primero a una isla, después al monte, a la naturaleza, y, luego, dejó de enseñar vagamente a hacer arte, para volar, definitivamente a las antípodas.
No sé si en su visión, profundamente realista, cabrá visualizar lo muy simbólico de su viaje. El otro día me llegaron fotos suyas desde Australia. En ninguna de ellas aparecía nada singular, ni un monumento, ni una ciudad, a penas ni él, sólo recortes enigmáticos de un mundo extraño y desértico: un cocodrilo por el suelo, un cartel que avisa de que uno se adentra en un desierto inescrutable...
Espero que vuelvas.

jueves, diciembre 15, 2005

LA PLAYA EN EL ASFALTO



Bruno Marcos

Ayer, un poco avergonzados, fuimos un grupo de docentes a manifestarnos a favor de la enseñanza pública en las puertas del gobierno. Al principio las pancartas eran más que los asistentes pero, luego, nos parecimos bastante a un grupo de manifestantes de verdad.
Al final tomamos el asfalto y es que hay algo somático en esa acción, es casi una experiencia erótica con la ciudad. Sentir en la planta de los pies la piel de la ciudad, la calle, robada, durante más de un siglo, por los coches. Todas las manifestaciones del mundo deberían ser justificadas por arrancar la ciudad a los coches y devolvérsela unos minutos, unas horas, a los ciudadanos. Nada de parques, nada de zonas peatonales, sólo unas horas, de vez en cuando, con el pretexto de una protesta, de una expresión o revuelta popular, poseer la calzada, tan lisa, tan erosionada, tan inaccesible porque, en ella, se ha implantado el movimiento absoluto, el constante rugir tóxico de los coches en su absurda ida y venida.
Desde mi balcón observo muchas veces el tráfico que no cesa. Me asomo por la noche y también están ahí, como fantasmas, muy despacio, como dinosaurios con sigilo, los trailers, que no pueden circular por la ciudad. A veces, un domingo de mal tiempo por ejemplo, da miedo, hay silencio, esos seres enigmáticos y ubicuos, los automóviles, no aparecen, ¿dónde andarán?
También controlo el valor extremo de los peatones, en ocasiones he observado la trayectoria de algunos que, fieles a la línea recta, atraviesan los parterres, las vías rápidas, una glorieta, una fuente, se paran unos minutos sobre la línea blanca que separa los carriles, y prosiguen, como si nada, su camino. Me acuerdo que el calvo hacía eso cuando estudiábamos en Salamanca y el chepo y yo, temblorosos, le seguíamos, como siempre, admirándole y rezando.
Hay dos niños hindúes que, agarrados de la mano y con sus trajes típicos, a la vuelta del colegio, trazan lentamente una diagonal de trescientos metros sobre el puente de la autovía entre los bólidos. Un día dos ancianas cargadas de bolsas de la compra siguieron caminando donde acaba la acera como si no lo hiciera y pasaron, cojeando y ayudadas de bastones, cinco cruces hasta tomar la acera nuevamente.
Las manifestaciones en sí habían dejado de interesarme después de lo de Irak. Allí empecé a disfrutar de esos paseos, de ese tiempo inaugurado para el caminar contemplativo, que siempre me niego.
La masa por su parte no deja de ser interesante. De pronto se crea una situación, una fiesta donde sólo había cotidianeidad gris y triste deshumanización. Apareció Wally y nos dio un pasquín y le hice reconocer que su imagen de activista ha mejorado mucho al hacer caso a mi recomendación de que dejase de darse gomina. Luego miro el pasquín y está firmado por corrienteroja, que resulta que es una incorrección ortográfica porque entre vocales va doble r. Se lo dije después, pero creo que, con la pitada y las consignas, no me entendió. Seguramente no quiso, hace bien. ¿No decía García Márquez que había que olvidarse de la ortografía porque es algo propio de la desigualdad social y que la promueve?
Bueno.

miércoles, diciembre 14, 2005

yo YURI GAGARIN



Bruno Marcos

Ahora lo entiendo todo... siguiendo la metáfora... el Vostok I envió al primer hombre al espacio y lo puso en órbita en unas condiciones precarias, claustrofóbicas, sin forma de pilotar, desde dentro, la nave. Yo soy ese hombre. No me había dado cuenta, nadie me había comunicado, exactamente, mi misión. Y, claro, finalmente entré en la órbita del centro de nuestro sistema estelar, nuestro sol, el sol del arte contemporáneo: Nueva York; y aterricé.Y yo paseando por su superficie... y, claro, yo no hacía caso de la otra misión porque, sin ser consciente de ello, estaba haciendo un trabajo de campo, cogiendo muestras como hacen los astronautas y voy y emito el artículo que consta más abajo que, en realidad, debía haber llamado Informe sobre nuestro sol visto por uno de aquí. ¡Qué horror! Menos mal que tanto Gagarin como yo volvimos vivos.

el SPUTNIK
















Bruno Marcos

No sé muy bien como interpretar mi propio pasado. ¿Fui un personaje siniestro o atolondrado?¿Un genio o un tonto?
Fue salir tú y me llama el Sputnik, esa pequeña nave que surcó el espacio cuando este sólo era una quimera; es decir, mi galería. Hace meses que no hablaba con él y va y se me ocurre, como excusa, decirle que es que me he retirado de espectador y que no voy a exposiciones, no sólo a las suyas sino a ninguna. Dice que lo entiende pero me incita, por lo menos, a ser voyeur. Me insinúa que no está muy pletórico pero que mantiene su local abierto. Le comento que había pensado en ir a verle para darle un catálogo de lo de Nueva York.
Luego lo pienso y veo que ninguna de las dos excusas era mentira, que, de verdad, no voy ya a exposiciones y que había pensado en darle el libro.
Yo no sé como explicarle que todo es pasado. Quiere dar a la imprenta un documento de algo que hice hace más de siete años y a mí me suena como a revelar una foto de cuando tenía quince años. No se lo discuto, pero le pregunto si, realmente, da vida todavía a esas cosas y, sorprendido, me responde que sí, que es de lo que más le solicitan en sus conferencias. Yo no sé... él cree que hace bien en resistir sin conocer cual es la fuerza que le tumba, contra la que lucha. En esa tozudez heroica se ha llevado por delante la amistad saltando por los aires, quizá su único patrimonio.

lunes, diciembre 12, 2005

ABSOLUTAMENTE LOCALES




















Bruno Marcos

El OVNI nos invita a la presentación mundial de Drawing Restraint 9, la película de museo de Matthew Barney con Björk. No dejará de ser pintoresco que ese genio excesivo desvele más de dos horas de imágenes -con uno o dos minutos de diálogo- en nuestro treatro decadente y a la italiana en el que, además, vaga el fantasma del cierre.
Hace más de siete años, un poco ocioso por Lisboa, entré en un museo vacío y, dentro del museo, en un minicine también vacío, allí, para nadie, se mostraba una película extraña y cabalística, barroca. Sin saber por qué la vi hasta el final en el que aparecían dos bólidos atados a los testículos de alguien. Era Matthew Barney y alguna de las películas que tituló Cremaster -un músculo, o algo así, del escroto-.
Infinitamente gracioso Martín Sastre en una obra suya nos recordaba que Barney era el mejor videoartista vivo.
Sin embargo, creo que el OVNI no será entendido, pica demasiado alto, creo que la plebe acabará por darle la espalda. Lo que quiere la plebe es que un genius loci le dé la réplica a Matthew Barney. Perfectamente lo visualiza el vídeo de Sastre, en el que el mismo Sastre se bate en duelo con Barney y, tras vencerle, coloniza el propio OVNI con un paseo triunfal para, luego, ser abducido en su azotea por un ovni aun mayor.
Como dice A. hay que ser absolutamente locales, con el mismo tono que dijo Rimbaud hay que ser absolutamente modernos.
Los del OVNI, aunque no lo vean, también lo son.

domingo, diciembre 11, 2005

NOTAS LITERARIAS A NUEVA YORK *







Bruno Marcos

Es difícil, para el hombre herido por las letras, viajar a Nueva York sin que a su mente acudan las referencias literarias que, de la ciudad, le han ido llegando durante su vida. Extraño es que, a su pensamiento, no se acerque Lorca y su deslumbrante Poeta en Nueva York. Dice Federico: “La aurora de Nueva York tiene/ cuatro columnas de cieno/ y un huracán de negras palomas/ que chapotean las aguas podridas./ La aurora de Nueva York gime/ por las inmensas escaleras/ buscando entre las aristas/ nardos de angustia dibujada./ La aurora llega y nadie la recibe en su boca/ porque allí no hay mañana ni esperanza posible:/ A veces las monedas en enjambres furiosos/ taladran y devoran abandonados niños./ Los primeros que salen comprenden con sus huesos/ que no habrá paraíso ni amores deshojados:/ saben que van al cieno de números y leyes,/ a los juegos sin arte, a sudores sin fruto./ La luz es sepultada por cadenas y ruidos/ en impúdico reto de ciencia sin raíces./ Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes/ como recién salidas de un naufragio de sangre.
La imagen es desalentadora, muy distinta a la visión optimista y dinámica que nos dan de la ciudad el cine o la televisión. Se suele decir que, en realidad, Lorca habla de todo el mundo moderno, de la ciudad-mundo genérica de la vida industrial. También se añade que el filtro del poeta era pesimista debido a que huía de un amor contrariado, al tiempo que se separaba del agobiante éxito de Romancero Gitano.
Así pues, antes de viajar allí, uno piensa que quizá nunca existió tanta desolación, que, tal vez, era, solamente, una proyección mental que él hizo de un futuro sin alma. No obstante, al llegar, las dudas desaparecen, al viajero bisoño que entra en la metrópoli por primera vez, todas las sensaciones lorquianas le parecen exactas, literales.
Pero, te preguntas: ¿Qué quedará de la Nueva York que contempló Lorca?¿Qué edificios, concretamente, estarían ya construidos?: Pudo ver el Flatiron de 1902, esa esquina en forma de plancha entre Broadway y la Quinta Avenida, el Woolworth de 1913, esa ironía en piedra, un rascacielos gótico, una catedral del dinero, el puente de Brooklyn, más antiguo, de 1875, tal vez el Chrysler de 1930, futurista y decorativo a la vez, el Empire State de 1931, o el Rockefeller también de los años treinta. Se encontraría, seguramente, con los que, curiosamente, hoy en día, nos parecen más humanos, con intentos ornamentales, con el primer piso y la cúspide neorrenacentista o art nouveau.
Sin duda, la colisión con la multitud, debía estar ya en la arquitectura neoyorquina de los años treinta, mostrando una gran metonimia que, de forma simbólica, anulaba las ilusiones del poeta por la identificación entre el ser y el estar en el mundo.
En el poemario de Lorca, se puede constatar que él, también, barajaba sus referencias literarias frente al viaje a la gran manzana. Fruto de ellas es la oda a Walt Whitman. Whitman significa para él “el reino de la espiga”, todo lo contrario al envilecimiento de la vida moderna, y le sirve para confrontar el amor puro al banal. Hoy, como en el tiempo en el que visitó Lorca Manhattan, nada recuerda a Walt Whitman en el río Hudson, nada recuerda al hombre que quería fundirse con la naturaleza. Escribe Federico:”Pero ninguno quería ser un río, /ninguno amaba las hojas grandes,/ ninguno la lengua azul de la playa.” Lorca se dio cuenta de que la Nueva York de entonces no era ya la de Walt Whitman y, sin embargo, se aferra a la idealización, dice el poeta:”Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,/ he dejado de ver tu barba llena de mariposas.”
Lo cierto es que la ciudad debía tener bastante menos poesía que la mirada de Lorca. Otro poema suyo comienza:”Todos los días se matan en Nueva York/ cuatro millones de patos/ cinco millones de cerdos,/ dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,/ un millón de vacas,/ un millón de corderos/ y dos millones de gallos/ que dejan los cielos hechos añicos.” Aquí la poesía se hace estadística y la estadística retrato de la deshumanización que abruma la sensibilidad individual.
En otra parte dice:”Yo denuncio la conjura/ de estas desiertas oficinas/ que radian las agonías.” A medias ingenuo y a medias sublime, o, mejor dicho, sublime por esa precisa ingenuidad, el poeta aún cree en el poder absoluto de la palabra, cree, la voz del poeta, que la poesía puede retener, o devolver, al mundo su alma.
El viajero actual, mucho más humilde, ve ese mundo sin alma, ya, como algo imparable, y, tal vez, se identifica más con ese otro neoyorquino que inventase Melville llamado Bartleby y su extravagante resistencia en la que, tan solo, se limita a responder, ante cualquier requerimiento, con un ”preferiría no hacerlo”. Es fácil imaginárselo apostado en una oficina de Wall Street, sin intención de irse.
También Juan Ramón Jiménez viajó a Nueva York, y lo que sorprende al viajero de hoy es que Juan Ramón llegó por mar. Debemos a esto insuperables versos:”Parece, mar, que luchas/–¡oh desorden sin fin, hierro incesante!–/por encontrarte o porque yo te encuentre./ (...)/ Estás como en un parto,/dándote a luz–¡con qué fatiga!–/ a ti mismo, ¡mar único!,/ a ti mismo, a ti sólo y en tu misma/ y sola plenitud de plenitudes,/ por encontrarte o porque yo te encuentre!”. En El diario del poeta recién casado va Juan Ramón apropiándose del mundo a través de la contemplación, observando el océano, y, de repente, repara en el cielo: “Te tenía olvidado,/cielo, y no eras/ más que un vago existir de luz,/ visto –sin nombre–/por mis cansados ojos indolentes./ Y aparecías, entre las palabras/ perezosas y desesperanzadas del viajero,/ como en breves lagunas repetidas/ de un paisaje de agua visto en sueños.../ Hoy te he mirado lentamente,/ y te has idos elevando hasta tu nombre”. Y el viajero, lector de Juan Ramón, se da cuenta de que, hoy, llega a esta urbe, precisamente, por ese cielo al que descuidó el poeta en su trayecto y al que dedica tan hermoso poema.
La impresión que causó la gran manzana en este poeta se lee en los sucesivos textos:”es como si todos estos pobres que aquí viven –chinos, irlandeses, judíos, negros–, juntasen en un sueño miserable sus pesadillas de hambre, harapo y desprecio, y ese sueño tomara vida y fuera verdugo de esa ciudad...”. Más adelante arremete contra el paisaje arquitectónico:”Pero ¿es, mi querido amigo, que han hecho ustedes Nueva York para salvarla del fuego?/...Está enjaulada la ciudad en las escaleras de incendio.”
Lo cierto es que Nueva York no es como uno se la imagina. Si se llega del aeropuerto al atardecer, al cruzar el East River, la silueta de los rascacielos, al contraluz de poniente, muestra una siniestra pantalla lisa, amarillenta, muy alta, fantasmal y fantástica, sientes que te dirigieras a una escenografía en lugar de a una ciudad. Cuando, finalmente, se pone pie en el asfalto la sensación de irrealidad es muy fuerte. El bullicio de la calle contrasta con las cimas de los rascacielos, cuya inmóvil geometría parece agitada por el viento de una ciudad abandonada, es como si los edificios danzasen en una gran soledad. La luz llega al suelo agrisada, como si ya, realmente, caminases por subterráneos, por un subsuelo hecho para seres insignificantes, como si los verdaderos habitantes de la ciudad fueran los propios rascacielos, pero que estuvieran muertos y permaneciesen como grandes fósiles habitados por parásitos.
Sorprende ver las construcciones más antiguas, de principios del siglo xx. El más hermoso de ellos el edificio Chrysler con su cima plateada con forma de rayos concéntricos y su aguja. Por menos de un año fue el más alto de la isla, hasta la conclusión del Empire, que, además de servir a King Kong para cazar aviones, mantiene un duelo con el destino y vuelve a ser la azotea de Nueva York después de la caída de las torres gemelas.
De pronto, frente a un ascensor, al contemplar un pequeño relieve, uno se acuerda de Metrópolis, la película de Fritz Lang, y ya no puede dejar de verla por todas partes. Es la misma, esa ciudad opresiva del futuro, con pequeños toques modernistas, como islas con residuos de épocas anteriores en las que aún se buscaba la belleza.
Y la gente, esa vitalidad de la que hablan se presenta como olas súbitas de estrés que te pasan por encima, más bien, para robarte la energía que para contagiártela. Y los famosos homeless, los sintecho haciéndose más visibles el domingo, cuando la multitud de la hora punta ya no los encubre. Aparecen por cualquier lado, con un montón de bolsas, varios abrigos aunque haga calor, mordiendo un poco de comida basura encontrada en la basura. Son una especie de desprogramados, de rebeldes a su manera, de diógenes eternos y ubicuos, pero sin magia, tal vez son un error previsible en esta forma de vivir.
De nuevo Lorca, los negros de Nueva York: Siguen siendo los perdedores de esta sociedad. Extraña contemplar cómo se mantiene la pureza racial de casi todos los negros que ves por las calles, como si hubieran estado siglos en el corazón de África y no en Nueva York.
El caos y el desorden vertical de la arquitectura acaban por constituir un organismo, un todo. El midtown como la metrópolis plateada de Lang acaba, vista desde el puente de Brooklyn, bajo el sol, por tener la misma piel, el mismo color. Times Square es, literalmente, la película Blade Runner.
Ver Manhattan desde el cielo: la azotea del Empire State Building. Te vienen a la mente extrañas ideas puritanas: ¿Esta ciudad por nada, sólo para producir dinero? Entiendes entonces por qué se prohíbe en la Biblia trabajar en el sábado, te acuerdas del relato de la torre de Babel, de la confusión de lenguas, incluso acuden al pensamiento Sodoma y Gomorra.
Lo que contemplas es El país de la últimas cosas, la novela de Paul Auster, esa ciudad en destrucción que atrapa al que llega a ella obligándole a sobrevivir penosamente, una urbe que podría ser, simplemente, la visión que un homeless tiene de la Nueva York real. En El palacio de la luna Auster hace que el protagonista sea contratado por un anciano odioso y rico para que le pasee, en su silla de ruedas, por Manhattan. Al final el viejo resulta ser su propio abuelo. Las casualidades de Auster son un desesperado sueño de reorganizar este tráfico de desorden, de dar significado al individuo entre la masa. Quizás es el único salvavidas para esta ciudad. Es posible fijarse en algunos rostros en el metro y, es posible, volver a verlos más tarde, en otro sitio. ¿No es tan fiero el león?¿ Puede ser Manhattan también una plaza de pueblo?
Me sorprende la coincidencia, la casualidad: Lorca viajó a Nueva York en junio de 1929. Al igual que yo disfrutaría de la misma estación del año, además, viviría, como yo, su cumpleaños en la expectativa del viaje, en el tránsito, o en sus primeros días allí.
En una librería de viejo, en la calle 58, entre los anaqueles, La casa de Bernarda Alba, de Lorca, en castellano, edición de 1970, un dólar más tasas. Quedó olvidado, quince minutos después, en un café de la 59. Mi encuentro con Lorca en la ciudad de los rascacielos como en el azar de Auster: encontrar su libro editado el año en que yo nací, tocarlo y comprarlo y olvidarlo, en un involuntario o, a saber, inconsciente acto, para que gire, de una mano a otra, en aquella ciudad, en la ciudad-mundo.
Es inevitable pensar, también, al anochecer, en la desolación del Réquiem de José Hierro. Ese funeral de un emigrante español que el poeta escribe después de leer una esquela en un periódico de neoyorquino. En él, compara el pasado heroico con la muerte anónima en la metrópoli. Dice: “Vino un día/ porque su tierra es pobre. El mundo/ Liberame Domine es patria./ Y ha muerto. No fundó ciudades./ No dio su nombre a un mar. No hizo/ más que morir por diecisiete/ dólares”.
También es en una obra surgida sobre esta ciudad donde José Hierro sintetiza prodigiosamente el vano esfuerzo de existir. Escribe José un magistral soneto en Cuaderno de Nueva York que acaba así: “Qué más da que la nada fuera nada/ si más nada será, después de todo,/ después de tanto todo para nada.”
Por momentos la Nueva York real parece el espectro de la Nueva York imaginada, pero, en otros instantes, deslumbra su vitalidad. Su exceso, quizá, pertenezca también al terreno de la fantasía y no sólo al de la deshumanización, tal vez sea, en efecto, una cosa muy literaria. ¿Vivir sin raíces, sin mitología común, puede ser una oportunidad para ser libre?
Es cierto, se siente más placer al contemplar las pirámides de Egipto o el Taj Mahal. ¿Por qué contemplar el pasado provoca paz, sosiego, y esta ciudad viva, imparable, provoca, ha provocado, tanto desasosiego?¿Acaso se respira el trauma de la inmigración, el rencor de la miseria, la ausencia de otro deseo que el de enriquecerse?¿Es acaso ese el paisaje que vemos, el que puede llegar a crear el hombre volcado en la codicia?
El penúltimo poema de Poeta en Nueva York de Lorca es Huida de Nueva York, el último El poeta llega a la habana y, precisamente, en el avión de vuelta, surcando el cielo de Juan Ramón, alguien cubano me dice que deberíamos ir a la bienal de la Habana.


* Artículo aparecido en el suplemento cultural el Filandón del Diario de León el 17 de Julio de 2005.


sábado, diciembre 10, 2005

NUEVA YORK














Bruno Marcos

Lo de Lennon me ha recordado Nueva York. A nosotros nos llevaron no sé muy bien si para demostrar que Spain is diferent todavía o para constatar que ya estamos totalmente asimilados. Me inclino más por creer lo segundo.
Yo deambulé horrorizado por la deshumanización trufada de fantasmas literarios que iba encontrando y que, al parecer, sólo estaban en mi mente. En la inauguración todo se humanizó, un paisano transterrado me persiguió toda la cena para comentarme las virtudes de la morcilla y V. concitó el espectro del mural de nuestra parroquia infantil, superior en mérito artístico al de la ONU y del mismo autor. Después, por hablar de algo, le comenté que la ciudad, como idea, me había, incluso, dado miedo; y me parece que, en ese momento, le di miedo yo a él.
Lo más gracioso fue N. G. El director de la sala, en tono afectado, y a los postres, nos dijo la verdad de las verdades: hoy sois los españoles, mañana serán los letones y, pasado, los africanos... N.G. dijo: sí, sí... pues aquí estaremos... nos dio la risa porque contestaba con otra verdad: nos haremos negros africanos con tal de estar.
Admitámoslo nosotros no somos ya nada pintorescos. Debíamos haber ido vestidos de toreros y gitanos, y lo que íbamos era disfrazados de americanos. Nos faltaban la pistolas.

IMAGINE



Bruno Marcos

Si todo el caudal poético que redirecciona la música pop algún día recayese en la propia poesía se produciría un cataclismo. Recordamos, ayer, que hace veinticinco años fue asesinado John Lennon. No sabemos por qué, por nada fue tiroteado en el portal de su casa frente a Central Park. Cuando uno se acerca hasta el edificio Dakota se da cuenta de que se trata de uno de los edificios más siniestros de todo Manhattan. Cuando nos disponíamos a sacar una foto Ella me dijo que también habían vivido otros allí, entre ellos Boris Karloff o Lauren Bacall. Es una especie de fortaleza neogótica o algo así. A mí me recordaba a las viviendas del film de Polansky La semilla del Diablo -creo que realmente se rodó allí-. Un pequeño mosaico, enfrente, en el parque, sirve de monumento a la memoria del Beatle. Imagine pone en el centro de un círculo bastante discreto.
Imagínese usted que está en un país enamorado del magnicidio. Porque, ¿quién no ha sido asesinado en Estados Unidos?: Abraham Lincoln, Kennedy, el que mató a Kennedy, el hermano de Kennedy, Martin Luther King, Malcolm X... Por si fuera poco los media anuncian este día con la siguiente soflama: “el asesinato de Lennon lo convirtió en un mito”. Como para animarlos.

Toda la humanidad recuerda al mito melódico porque –juglares modernos- capitaliza la retirada de la poesía. Mientras... todas las entonaciones del mundo suenan bien en su espejo.

miércoles, diciembre 07, 2005

EL INCONSCIENTE LITERARIO









Bruno Marcos

Ayer acabé un artículo sobre el Quijote y he descubierto que todo lo que toca la historia del caballero andante se vuelve totalmente literario. Por ejemplo, una frase, si uno dice “...en el ingenio de Gabriel García Márquez emerge la crítica al ideal ridículo...” no queda tan bien como si se dice “...en el ingenio de Cervantes emerge la crítica al ideal ridículo...”. Es decir, creo que hemos desarrollado una inmanencia literaria que se pone en acción a través del inconsciente. Algo así como que al hablar del Quijote todo su universo de letras bien ordenadas hiciera una transfusión de orden a los textos que se refieren a él. Supongo que cuando se hace una cita, al principio de una novela o de un poema, se está haciendo uso de ese inconsciente colectivo literario.
Es sabido que para leer algunos poemas, o, mejor dicho, cualquier poema, se ha de estar en un estado de ánimo adecuado para que no parezcan sólo frases sin magia. Concentración o sugestión. Así que la cita sería una invocación a la literatura flotante, una puesta en estado y sugestión.
Pienso que, en ese sentido, podía hablarse entonces de una crítica posible -no estúpida-, tal vez a ella se refirieran Wilde y Baudelaire, sin salvar el escollo de que ellos no eran críticos sino, totalmente, autores. Puede ser que Borges sea eso: un no cejar en su invocación a la historia de la literatura inconsciente –vampirizándolo-.*
Seguramente Roland Barthes ya pensó esto.


*Léase, para más evidencia Pierre Menard, autor del Quijote.

lunes, diciembre 05, 2005

LOCOS Y MUERTOS





Bruno Marcos

Perdida en la mañana dominical hay una teleserie que me ha dejado helado. Acomete los dos tabúes más grandes de nuestra sociedad: la locura y la muerte.
Un grupo de fallecidos recientes vaga por una ciudad genérica norteamericana con total cotidianeidad. Son vistos por los vivos e interactúan con ellos. Se trata de unos aparecidos que no sé muy bien si tienen alguna misión o, simplemente, esperan para subir al cielo.
Una chica, de entre ellos, emprende una insana relación con un esquizofrénico que oye voces. Él le dice a ella: ”Es extraño, somos las dos únicas personas que vemos la muerte”.
Toda la serie tiene un aire cínico y desganado como si, desde el universo yanqui, el morirse fuese considerado cosa de perdedores.
Otro día que vi un fragmento de la serie aparecían dos muertos sentados en el tejado de un rascacielos. Uno le decía al otro que cuando, en vida, le preguntó a su padre sobre la muerte, este le había contestado que la mayoría de la gente se muere cuando ya es muy vieja y ya todo le da igual.
Nuestro mundo postmetafísico queda perfectamente retratado: la muerte es invisible a no ser que estés loco o muerto.
Es curioso contemplar como, en el sistema que disfrutamos –a la manera estadounidense-, se ha desplazado la filosofía al campo de la ciencia-ficción, sólo muestra su faz en películas como Blade Runner, Mátrix o El show de Truman; y la alta cultura, la erudición, se escoran, descaradamente, al terreno del terror, véanse Seven, El silencio de los corderos... Lo cual deja en evidencia que pensar no nos sirve, ahora, de nada o, a lo sumo, para enloquecer. A decir verdad es una opción como cualquier otra –una filosofía-, en lugar de pensar lo que no se puede pensar es mejor arrojarlo al inconsciente y mientras podamos -seguir usando el inconsciente como escombrera- ser felices hasta que reviente.

sábado, diciembre 03, 2005

IMÁGENES VOLÁTILES






Bruno Marcos

El OVNI nos regala una conferencia mientras, afuera, en la calle, se desata un temporal de viento y nieve. Veinte personas asisten de las que conozco, al menos, a diez que, perfectamente, como han venido podían no haber venido. Los otros cuatro perecen extraviados y los otros seis abandonan la sala apenas comienza el discurso.
El asunto trata de algo así como del desplazamiento desde la concepción histórica del pasado a la compulsión paranoide del archivo. Es decir, que antes se seleccionaba lo más significativo del pasado para ser recordado y ahora se quiere guardar todo de todo.
Pero lo más sorprendente es que se deja claro que las imágenes, y, por lo tanto el arte, -como ya dijera todo la tradición iconoclasta- son algo deleznable. Sin citar a Platón -y su expulsión de los artistas de la polis- el conferenciante da por obvio que, cuando menos, las imágenes ofrecen una herramienta secundaria respecto al conocimiento. Por si fuera poco decir esto dentro del OVNI dice que las imágenes, ahora, son volátiles, es decir que son y desaparecen.
Los circunloquios usados para enmascarar esa teoría que, como dice él: “pudiera parecer una cosa de poca monta”, sirven para elevar la importancia de esa irrelevancia relevante. Se podía haber dicho simplemente -y para que se entendiese- que la gente tiene cámaras de fotos digitales y, aunque registra los momentos de su vida con la misma ilusión antigua de detener el tiempo, acaba por no revelar esas fotos en papel y por borrarlas de sus memorias artificiales.
En un debate final acaba por reconocer -sin pensarlo muy bien- que le interesan más la imágenes que no valen para nada, las que desaparecen. Veo, desde detrás, a D. asentir con la cabeza.
Cada vez es más evidente el hartazgo de todos los personajes del arte contemporáneo respecto a él, siempre hablan desde fuera de él, como si sólo fuese una excusa para la literatura, el pensamiento o la crítica social. Me pregunto cuál es la justificación para que dicho arte no desaparezca totalmente. Seguramente, se trate de su propia corporeidad frente a lo abstracto de las demás actividades intelectivas.
Para culminar la explicación la última imagen que se proyecta sobre la pantalla es el cuadro de Friedrich en el que un hombre, de espaldas al espectador, desde la cumbre de una montaña, contempla un paisaje impresionante. Tal vez, el conferenciante pretenda convencernos de que son mejores sus imágenes volátiles, intrascendentes, humildes ante su desaparición; pero yo no puedo dejar de pensar en lo maravilloso de la pintura de Friedrich, la irreprochable sensación de plenitud que evoca, a mayor tamaño del real, sobre la pantalla, en la soledad de un aforo tan exiguo, puedes ser transportado al interior del personaje.
Al salir la nieve ha transformado la ciudad en un papel en blanco. Ella está irritada. A. me envía un mensaje: ”Ha sido tétrico”. Pienso que acertaba mi padre cuando me daba la razón con La muerte del arte aunque él la entendía al revés.

jueves, diciembre 01, 2005

ENAMORADOS DEL AMOR

















Bruno Marcos

Ya tengo una edad que nunca tuvo Bécquer. Un año más.
Ella lee el blog de ayer, un poco por obligación –como siempre-. Dice que qué guapo está Bécquer y yo le contesto que su hermano fue bastante generoso en la pintura, que en las fotos no sale tan favorecido. Me echa el alto: “¡Oye... que todas estábamos enamoradas de Bécquer!”.
Uno piensa que no puede haber fotografías de Bécquer, que era un antiguo. Realmente, el deseo de pasado de los románticos los ha arrojado hacia atrás de su propio tiempo; lo cierto, es que murió en 1870, hace nada, cien años antes de que yo naciera. Pensándolo así y, a sabiendas de que la primera fotografía, la de Niépce, es de 1826, lo raro es que no haya más fotografías de él.
En el cuadro de su hermano Valeriano tiene 25 años y, en la última fotografía, 33, aunque parece tener 50. Sin embargo hay otra, de 5 años antes, con 28, que tiene algo de encanto de dandy.
Esa defensa de Bécquer como héroe de amor adolescente debe venir de que él amaba -esa imagen de él nos ha dejado-. Por lo tanto, nos enamoramos de quien ama o de quien nos ama, en definitiva, del amor.